Recientemente se cumplieron dos meses de encierro por la pandemia de COVID 19. Se trata de un virus similar a la gripe pero más mortal. No existen vacunas ahora y los científicos no saben cuándo se logrará conseguir alguna. Dicen al menos entre 1 y 2 años. Por lo mientras la gente sigue muriendo. Las noticias van y vienen por la televisión, por el internet, por el smartphone. Gente famosa, artistas, políticos, vecinos, excompañeros y amistades lejanas. (Afortunadamente ningún familiar mío... todavía.) Las economías de los grandes países caen: EEUU, Rusia, Brasil. Otros países comienzan a "aplanar" la curva de contagios, pero todavía queda de frente el reto de la crisis económica en todo el mundo.
Hace algunos años escribí acerca de "la inteligencia de todas las cosas". En ese ensayo, intentaba reflexionar para mí mismo algunos filosofemas que habían rondado mi cabeza entonces y todavía ahora. Filosofemas que involucran concepciones sobre el destino de la humanidad en la Tierra y en el Universo, la naturaleza del alma, y algunas lecturas sobre el filósofo taoísta y agrónomo Masanabo Fukuoka. Mi inquietud de partida era una fantasía, una imagen literaria, una ficción etnográfica sobre la sabiduría del anciano cazador que espera a ser comido por su otrora presa.
(No me considero un escritor y menos un filósofo. Pero reflexionar se ha vuelto un hábito para mí. Navego en mis ideas para saber hasta dónde me llevan. A veces abandono la barca pero muchas veces me llevan a descubrir islotes. Exploro estos islotes, llenos de maleza, me abro paso para descubrir algo. Tierra firme quizás. Pero intento no traicionar estas exploraciones. Los islotes no son tierra firme, pero son islotes.)
En aquel ensayo sobre el alma de las cosas exploraba la posibilidad de la discreción de la especie humana sobre el planeta, no como conclusión de un argumento filosófico, sino de la intuición de talante spinoziana de que hay sacralidad en todas las cosas. Sin entrar de fondo, solo ensayando como quien mete el dedo del pie al agua para calar su temperatura, me pregunto: ¿cómo sería vivir en sus últimas consecuencias esta idea? ¿Cómo sería comprometerse a vivir en trato digno y reverencial ante el universo y cada una de las cosas que lo componen?
En la práctica, esta idea suena, más que ingenua, estúpida. ¿Qué no los fenómenos nos están gritando a la cara que la supervivencia de cualquier ser vivo implica la explotación de la misma u otras especies? (Como me advirtieron algunos biólogos en el Colegio Nacional hacia esos años.) ¿Qué no es cierto que ser en el mundo es comer y ser comido? ¿Cómo se lleva a la praxis una ética bajo este simple hecho biológico?
Imaginaba yo en aquel ensayo una posible respuesta en generar una igualidad de condiciones entre nosotros los humanos y el resto de las especies; una política de no interferencia en la inteligencia, o quizás la sabiduría, de los procesos vitales.
Me adelantaba yo a posibles objeciones de hipocresía por gozar de los beneficios médicos más básicos de los que no gozan una enorme mayoría de personas alrededor del mundo.
Un gesto irónico del universo llegó en 2020.
San Antonio Abad, Ciudad de México
25 de mayo de 2020
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