El pasado 2 de octubre se conmemoraron 45 años de la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Visité el lugar una semana después, aprovechando la visita de una prima gringa animada en conocer las profundidades de la ciudad. Tlatelolco—le explicaba mientras mirábamos una postal nocturna de la zona norte de la ciudad desde el restaurante giratorio en el piso 45 del WTC—está ahí, donde se mira ese cuadrito rojo (las luces que decoran el CCU Tlatelolco). Atrás de ese edificio iluminado se encuentra la famosa plaza donde fueron asesinados alrededor de 500 estudiantes (según fuentes no oficiales) durante un mitin político en 1968.
Llegamos en un camión RTP sobre Eje Central a la Plaza de las Tres Culturas. La primera vista fueron las ruinas de los templos prehispánicos sobre los que se alza la Iglesia de Santiago Tlatelolco y, a un costado, por supuesto, la ex sede de la SRE. Avanzamos por un costado de la pirámide hacia la explanada principal donde nos recibieron algunos jovenzuelos practicando patineta. Frente a nosotros se levantaba la estela conmemorativa de los compañeros caídos hace 45 años, con las famosas palabras de Rosario Castellanos sobre la madrugada del día 3 de octubre de 1968.
Le explicaba a mi prima estadunidense la importancia de la Plaza, no sólo por el crimen de Díaz Ordaz y Echeverría, sino también por los dificultosos 500 años de historia. Hacia el siglo XII ocurre la última gran migración chichimeca a la Cuenca de México, la tribu de los mexicas funda la ciudad de Tenochtitlán sobre el lago de Texcoco. Tras desacuerdos internos de su sociedad, una tribu se separa y funda la ciudad de Tlatelolco, en un islote vecino, en 1338. La ambición expansionista de los tenochcas finalmente logró desatar una guerra contra los tlatelolcas, con la que consiguen someterla a su poderío hacia el año 1473.
Los tlatelolcas reprocharon a los tenochcas su derrota ante las fuerzas de Hernán Cortés en 1521. El último refugio de las fuerzas mexicas se ubicó en Tepito, uno de los antiguos barrios de Tlatelolco. En el lugar murieron 40,000 indígenas el 13 de agosto del mismo año, tras el cual resultó capturado el último jefe de la resistencia indígena: Cuauhtémoc, marcando con ello la culminación de la conquista del Imperio Azteca.
Después de la trágica derrota indígena, siguieron 300 años de dominio colonial. Los templos y palacios de Tlatelolco fueron destruidos, y sobre ellos se construyó el pueblo y el templo-convento de Santiago-Tlatelolco, dedicada al apóstol cristiano que—cuentan las leyendas—luchó en corcel blanco apoyando a las huestes españolas en la batalla de Centla de 1519 y en la infame masacre del Templo Mayor de 1520. El barrio de Tlatelolco se destinó para la vivienda de los nobles indígenas. Aquí se fundó el primer recinto de educación superior en el continente americano: el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco en enero de 1536, destinado para la educación de los indígenas, en donde trabajaron el célebre Fray Bernardino de Sahagún y sus “informantes”. Pero el Colegio, y por consiguiente los vecinos indígenas del barrio, dejaron de recibir los beneficios de la Corona, que llevó el cierre del Colegio hacia finales del siglo XVI. La etapa colonial fue oscura para los vecinos, a quienes los azotaron constantes epidemias.
Después de la Independencia, Tlatelolco permaneció en el olvido hasta finales del siglo XIX cuando Porfirio Díaz destinó la zona como área de carga y descarga para los trenes de la Ciudad de México. La iglesia-convento de Santiago dejó de ofrecer misas para servir como almacén, y más tarde como cárcel militar.
La zona comienza a rehabilitarse hacia finales de la década de los cincuenta del siglo XX, cuando se proyecta alzar el complejo habitacional de Nonoalco-Tlatelolco. En las excavaciones del lugar descubren las ruinas de los templos prehispánicos. En 1968 ocurre la matanza de estudiantes a manos del batallón Olimpia, que apuntaban sus armas desde los edificios circundantes a la explanada (¡incluyendo el techo del Templo de Santiago!) y elementos del ejército mexicano. Y en 1985, los vecinos de Tlatelolco vuelven a derramar sangre, siendo una de las zonas de la Ciudad de México más devastadas por los terremotos de septiembre.
Hay una placa entre la fachada frontal del templo de Santiago y el sitio arqueológico del templo mayor de Tlatelolco que recuerda la última batalla librada entre mexicas y españoles. Tiene una leyenda que dice: “El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”. Sin embargo, mientras que las ruinas arqueológicas emergen, el viejo edificio de la SRE se remodela y se convierte en un nuevo Centro Cultural Universitario, y en general los derredores de Nonoalco-Tlatelolco se transforman, el templo de Santiago, a pesar de las pestes, terremotos y revueltas, sigue conservando en su altar el ícono de Santiago Mataindios—el “dios blanco” que los indios veneraban por temor a enfurecerlo—, el único fragmento del retablo del templo que se salvó de la destrucción masiva de reliquias religiosas en manos de iconoclastas de la Reforma. “¿Pero por qué exhiben ese fragmento?”—me pregunto mientras camino en la explanada pisando pétalos de flores marchitas y restos de la cera de las veladoras que se colocaron en la ofrenda de hace unos días.
El año pasado las autoridades eclesiásticas de la Catedral de Santiago Compostela decidieron remover de sus altares la imagen de Santiago Matamoros por considerarlo un ícono que ya no representa la actitud contemporánea de la Iglesia Católica. ¿La Iglesia en México no ha cambiado de actitud hacia los indios?
Los árabes tienen un dicho que dice “la sangre ha corrido, el peligro ya pasó”. Esperemos que la sangre deje de correr en Tlatelolco por fin.
Roberto Cruz
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