Una de las lecciones más valiosas de nuestras vidas es descubrir cuán peligrosos pueden ser los elogios. Cuando no se está preparado para recibirlos, se corre el peligro de exponer una baja autoestima, una falsa modestia o un pesado engreimiento. La primera percepción de una persona que no se considera a sí misma diestra es que el elogio recibido es inmerecido, que se trata de palabras vacías cuya primera intención era la adulación o una insignificante cortesía. Esta percepción, claro está, puede originarse de una opinión juiciosa, como la que posee en efecto alguien diestro. Pero si a este juicio no lo acompaña suficiente agudeza para la dinámica social, puede exhibir a la persona elogiada como alguien grosero.
Algunos son sinceros y perspicaces, como el de un adulto entendido que ha observado el esfuerzo de un joven para desarrollar sus habilidades en alguna materia. Pero cuando los confiere un pariente muy cercano, hay que tratarlos con cuidado. Todos hemos sido víctimas durante nuestros años mozos de las bienintencionadas pero incómodas palabras maternas: “¡Qué buen partido eres, mi hijito! Deben estar muy ciegas las muchachas que no se fijan en ti.” También muchos han sido víctima de las venenosas palabras de un mentor celoso: “Has ejecutado esta difícil pieza muy hábilmente, pero su dificultad radica en comprenderla y todavía no la comprendes”. Las opiniones de las personas que nos importan son las que más influyen en nosotros. No es extraño que sus elogios, por muy sinceros y merecidos que sean, estropeen al sujeto elogiado inflando la percepción de sí mismo. Un grupo de jóvenes maliciosos puede presionar sutilmente a uno de sus miembros para realizar tareas que nadie más quiere realizar, y convencen a la ingenua víctima “elogiando” su intrepidez, su carisma o su sentido de la amistad, etc. Un uso similar del elogio es aquel que señala virtudes que no posee el elogiado, pero que debería adquirir cuando tiene un cargo importante. El ejemplo más célebre en tiempos recientes es el de Barack Obama, que recibió el Premio Nobel de la Paz cuando apenas iniciaba su gestión en el gobierno de los EE. UU. y todavía no decepcionaba a su electores.
Los elogios han sido aprovechados por los personajes más ilustres para manifestar sus posturas políticas y estéticas. Mark Twain se refirió una vez a la obra de su contemporáneo alemán de esta manera: “La música de Wagner no es tan mala como suena”. La primera impresión es que semejante sentencia no se trata de ninguna manera de un elogio, pero en realidad su forma no tiene por qué alterarse por su contenido. Lord Bacon nos recuerda que los peores enemigos son aquellos que nos elogian, y por eso a la mayor parte de los elogios se los tiene que mirar con sospecha.
Sería entonces un grave error agradecer, como nos enseñaron nuestros padres y maestros, todos los elogios que recibamos sin importar en qué consistan y de quién provengan. Estos pueden ser vistos como etiquetas, y del mismo modo que juzgaríamos indigno aceptar una etiqueta de cualquiera, a los elogios hay que saber aceptarlos o rechazarlos según su procedencia. Por supuesto, nuestras amistades no son forzosamente los más confiables para hablar en nuestro favor. Cuando se piensa en el valor de la amistad, suele hacerse hincapié en el presunto lugar privilegiado que nuestros amigos tienen para referirse a nuestras vidas. Sin embargo, pese a lo que diga Iris Murdoch acerca del amor y el conocimiento1, la cercanía con una persona desde siempre ha sido excusa de los más crueles atropellos.
Si se me permitiera escoger un elogio, optaría por aquellos que son apenas una insinuación, cuya sinceridad nace de una injuria inconfesable o de una total ignorancia de la identidad del elogiado. Por un lado, los plagiarios encuentran en las obras ajenas tan alto mérito que juzgan oportuno guardar para sí la promesa de una abundante ganancia futura. Y aunque es verdad que se trata de una acción despreciable, no veo razón para soslayar que hay en el plagio un tosco homenaje a su víctima; es, por así decirlo, el hermano feo del elogio. Por el otro lado, ¡qué gran honor el que reciben los músicos y poetas cuando gente que ignora sus identidades puede tararear, no obstante, sus versos inadvertidamente al viajar en el camión o al barrer sus casas!
Roberto Cruz Núñez
1 “El amor es conocimiento del individuo”. Iris Murdoch, “La idea de perfección” en La soberanía del bien, Caparrós Editores, 2001, p. 36.
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