Imagina que hoy es un día lluvioso en la gran ciudad. ¿Puedes escuchar las miles de gotas empapando el asfalto? ¿Escuchas las llantas de los autos salpicando lo que se atraviesa en su camino? Imagina también que hoy tienes una cita importante, tan importante, que felizmente has llegado al punto de encuentro una hora antes de la hora acordada. Imagina que el lugar del encuentro es una cafetería. Entonces aguardas en la barra del lugar y decides relajarte tomando alegremente una rica bebida para la ocasión. Y ahí estás, quieto, disfrutando sorbo a sorbo del barullo de cubiertos y el coro de voces que sinfónicamente inunda el lugar.
Imagina que un tipo de menuda complexión pero aspecto simpático, ligeramente mojado por la lluvia entra a la cafetería. Después de sacudir el agua de su paraguas, se acerca a la barra, justo a un lado donde tú te encuentras, y da su orden a la mesera. Imagina que esa persona soy yo, y que ahí estamos los dos desconocidos sentados uno a lado del otro, cargando ambos un cierto rostro que desborda expresividad. En cualquier momento, una de estas dos personas delatará sus ganas de charlar. Pero entonces yo me adelanto:
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